El viernes a las 5 de la mañana ocurrió uno de los peores eventos que me ha tocado vivir de cerca. El teatro donde yo había empezado a trabajar hacía sólo un par de semanas se prendió fuego completamente, quedando nada más que las cenizas. Este teatro (la Enkosala Gladys Ravalle) fue el primero que visité en territorio mendocino, siendo que tengo una buena relación con su dueño. Fue un accidente involuntario que sucedió desde el predio de al lado, con seres ígneos anónimos e inocentes que no dieron cuenta de la magnitud de lo que hicieron, produciendo una llamarada infinita que consumió en cuestión de minutos lo que habían sido años y años de lucha, de cultura y de trabajo.
Como si hubiera sido una maldición del destino este lugar ardió en llamas sin que hubiera nadie cerca para poder controlar el fuego, más que las paredes. Lo que un día fue escenografía, luces, tachos, camarines, bambalinones, escenarios, recuerdos de elencos y energía teatrera quedó reducido a cenizas. No se pudo salvar absolutamente nada.
El dolor que se siente es inmenso, desolador. En el momento no supe cómo reaccionar, qué ir a decirle a mis colegas y a su dueño, más que estar ahí para servir de oreja o respaldo. Fue recién dirigiéndome una charla de gestos con una colega cuando caí en la cuenta corporalmente de lo que sucedía y lo que me pasaba con respecto a lo ocurrido. Fue un dolor transmutado en silencio. Una quietud que me golpeó como un cachetazo de surrealidad. Un ahogo de sentidos atravesado en mi historia personal.
Entrar y ver un recinto de tantas alegrías, de tanta pasión y en donde podía haber crecido tanto convertido en medio esqueleto negro deforme, con olor a muerte y desazón me quedó impregnado en mi ser. No encuentro palabras para poder decir qué es lo que realmente me pasa con esto porque nunca aprendí a sentir este dolor. Es una herida nueva, disconforme. Estoy intentando por este medio de transmitir y canalizar lo que me pasa, pero me paralizo al tratar de encontrar las palabras. Quizás sea porque todavía no me entra en la cabeza el hecho de que este teatro no va a estar más y que cuando renazca será otra cosa, otro recinto diferente, con energía nueva. Mejor o peor, pero va a ser distinta.
Son pocas las veces en que un teatro se prende fuego completamente, aunque sí existen, dado que las "tablas" son de madera y todo el material que hay allí dentro suele ser altamente inflamable. Aún así es angustiante y desolador pensar que no quedó absolutamente nada más que los recuerdos de un lugar donde la cultura vivía y latía. Donde tantos festivales se han hecho y tantas personas de tantos lugares lo sintieron como su hogar.
El teatro no sólo muestra escenas o conflictos, sino que refleja y construye realidades, sean cotidianas o de fantasía. Como intérpretes teatrales somos una herramienta que tienen los humanos de poder decir lo que necesitan decir y cuestionarnos lo que necesitamos rever. La Enkosala me daba eso: un espacio para poder nutrirme de lo que pasa alrededor mío y de reconstruir lo que me atraviesa, dedicándome a hacer katharsis sobre mi persona, con ayuda de colegas que caminaban el camino conmigo.
Cuando muere un teatro no se extingue lo que nos pasa; sólo queda un hueco, un espacio vacío que ni la solidaridad sabe llenar. Una canoa de papel que naufraga hacia el olvido, siendo rescatada por todas las personas que pasaron por allí. Un teatro y su doble diferenciado entre lo que quedó y lo que no está. Un camino hacia un teatro pobre y desahuciado. Un legado relatado a aquellos nacidos después. Una experiencia tan abominable como Ubú encadenado. La paradoja del comediante que sabe que ese sitio ya no está más y aún así quiere subir a su escenario. El dolor del actor sobre la escena que ya no existe. Sin dudarlo este viernes cambió mi vida en el arte.
Justo cuando me estoy introduciendo a un capítulo de alegría familiar, me toca cerrar esta etapa de la Enkosala con dolor. Al menos por ahora.
Que alguien me despierte de esta pesadilla por favor.