Estoy enamorado. Sé que lo que digo no es novedad para nadie que me conozca, pero es una parte de mí que no puedo ni quiero evitar. Vivo constantemente en esa dicotomía de amor romántico-amor en red/construcción porque hay amores que no puedo ni pretendo dejar y que les perdono todo y no les pregunto nada.
El principal de ellos es el que le da sentido a todo lo que hago, por quien doy clase, por quien investigué durante tantísimos años, por quien tengo gastos mensuales fijos y me hace sentir mal cuando le olvido. Por supuesto que estoy hablando del teatro.
Acabo de salir de ver una función de "La increíble historia de los hermanos Marrapodi" (una de mis obras favoritas sin duda, no sólo porque el guion es espectacular sino porque fue la obra que hicimos en la muestra de fin de año de primer año de Andamio) hecha por el grupo "Los Rompecocos" de Mendoza y ME VOLÓ LA CABEZA. Volví a encontrarme con mi viejo amor, con aquel que no puedo abandonar porque después me hace sentir mal. Por quien alguna vez dije "si me tengo que morir haciendo esto no me importa". Por quien volví a casa una vez y en una cena familiar dije "quiero ser actor" y en otra ocasión "quiero transmitir esto que siento por el teatro a otras personas", por quien trabajé durante varios años de mi vida por chirolas pero por la felicidad de formar parte de esa familia que es el teatro y muchas razones más que no vienen a cuento porque la mayoría de las veces no se explican con lógica sino con el corazón. Porque la magia que vive en el teatro, esa energía incomprensible de todas las personas que pasaron por ahí y todas las que dejaron sus risas, sus llantos y sus emociones impregnadas en las butacas y el escenario no tiene un sentido científico sino artístico. Es vivir la experiencia. Es saber que lo que te pasa por dentro es único e irrepetible, como una noche con quien más querés, charlando de temas que olvidarán al día siguiente pero cuyo fin está en las miradas, las caricias o la conexión mutua.
Con esta obra me pasó algo muy parecido a lo que me sucedió cuando fui a ver "Sombras en la Mente" de Luis Agustoni en el teatro "El Ojo" en el 2009 y cuando vi "Tribuna Caliente" del Juan Comotti en la Enkosala en el 2016: me volví a encontrar con aquello que yo sabía que siempre está ahí pero espera por un nuevo flechazo cada tanto. Es mi eterna cuenta pendiente porque, como diría mi profesor Miguel Angel Santín: "hasta que no te rompas el culo actuando durante 10 años o más no vas a saber si sos un actor mediocre o no" y la espina la tengo ahí cada vez que veo una obra que me impacta de esta manera. Porque sé que tengo pasta de actor y que podría llegar a hacer algo tan maravilloso alguna vez, pero me fui por las ramas en el árbol de mi vida, privilegiando viajar antes que ponerme a ensayar en las tablas.
Y por suerte vi esta obra en Febrero, para recordarme que este año lo empiezo abajo pero que me tengo que subir de nuevo, aún habiendo rechazado la Vendimia por motivos familiares. Porque evidentemente no era por ahí en este momento, sino por otro lado. Ya llegará la oportunidad de compartir conmigo mismo, con mi yo del pasado y del presente lo que quiero hacer y me vengo negando desde el 2012: actuar con un elenco, ensayar, debatir sobre significados y significantes, interpretar... en una palabra: estar arriba de un escenario actuando. Será por eso que me siento mal cada tanto, porque me falta esa parte de mí que la tengo siempre arriba esperándome a que termine de acomodarme para ponerme a ensayar, maquillarme y mostrarme como parte de un grupo que busca contar una historia, decir algo a otro grupo de personas que espera sentirse parte de eso, empatizar con lo que se está relatando y purgar sus pasiones para sentirse vivx nuevamente. Como me pasó a mí hoy.
En serio que no había tenido un buen día, me sentía medio bajón y quizás, sólo quizás, por eso es que el impacto fue tan grande. Volví a encontrarme conmigo mismo por medio de las risas, la nostalgia de recordar el guion casi de memoria, el juego entre lxs intérpretes que se nota que se conocen y se quieren un montón, el relato sobre la historia del teatro nacional (ok, ok, no spoileo más de la obra), y el amor que sé que sienten todas las personas que formaron parte de esta obra. Sé que sienten el mismo amor que yo siento por el recinto teatral, por la magia que sucede en ese espacio dedicado a conocernos mejor a nosotrxs mismxs y a reencontrarnos con quienes somos, con lo que nos pasa como humanos, con la porción de vida que sólo puede sucedernos ahí y de esa manera.
También porque lo vi en Mendoza y no en Buenos Aires. Fui en bicicleta a ver la obra, teniendo a mi lado el paisaje montañoso y la tranquilidad de un domingo mendocino previo a la tensión de volver a la escuela. Pero volver como profe de teatro, a decirme a mí mismo: "por ESTO es que yo estoy acá presente, por algo elegí esta carrera y este lugar para vivir". Me vuelvo a encontrar con el turista que vino durante 4 días a un torneo de Roller Derby y después decidió quedarse a probar suerte y se enamoró del lugar. Del que en 2016 descubrió que le abrían las puertas y podía lograr todos los proyectos que tenía en mente (que siguen siendo muchos). Donde se desnudó y desnuda el alma frente a personas que valen la pena. Donde va poquito a poco armándose de lo que necesita para vivir como quiere vivir en un lugar donde puede maravillarse de lo cotidiano. Y sorprenderse cuando una chispa de talento lo golpea como una brisa congelada en un día de calor. Vuelvo a elegir Mendoza, vuelvo a elegir ser profesor de teatro y vuelvo a elegir ser quien soy. A veces soy anartista, a veces soy escritor, pero sacándome todas las máscaras sé que soy actor.
Gracias elenco de "Los Rompecocos", gracias Lila Medina por este regalo al teatro nacional y por recordarme ser quien soy.
Nos vemos en las tablas.